“Buenos días, ¿Que tal la mañana?,
Bien gracias ¿Y usted? Bien también, ah y Buenos días”, se decía
Rodrigo a si mismo cuando entraba en aquella oficina, cada mañana,
al no recibír respuesta.
Era una estancia grande, abierta, con
ocho mesas seguidas de color pino y sillas de ruedas negras, en cada
una de ellas sus supuestos compañeros, cada uno vestido de un color,
cabeza gacha directa a la pantalla del ordenador.
¿Tanto cuesta decir Buenos días, sin
más? ¿Tan caras son las sonrisas? ¿Donde está la educación?
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